diumenge, 12 de juny del 2011

Culto religioso: Plegaria y ofrenda

En la sociedad griega antigua, la religión representa un elemento esencial de cohesión para la comunidad y, en las manifestaciones de esta religión, la misma comunidad supone el público que funciona como testimonio y en el cual ha pensado el autor del acto piadoso a la hora de llevarlo a término. Esto no significa que la práctica y el sentimiento religioso privado e individual no se diera entre los griegos. De hecho, existía una palabra para expresar ese sentimiento, mezcla de respeto y de temor, que el hombre experimenta ante todo aquello que representa una fuerza misteriosa y sobrenatural: θμβος, definida como terror, asombro, incluso, admiración. El hombre griego experimentaba con gran intensidad la omnipresencia de la divinidad, por eso los dioses se encuentran en todas partes y son tan numerosos. De hecho, este es el germen del que surge el politeísmo: la creencia de que toda la naturaleza está penetrada por lo divino y de que la presencia divina era muy frecuente, lo que dio paso a fragmentarla. Esto se tradujo en una gran cantidad de lugares de culto: todos los lugares eran adecuados para rendir culto a la divinidad. Los ejemplos más claros se encuentran en los poemas homéricos: los patios del palacio de Peleo (Il. XI, 772 y ss.), el monte Ida (Il. VIII, 48), el campamento aqueo (Il. I, 448) o el río Esperqueo (Il. XXIII, 148) son sitios propicios para servir de altar a los dioses. Pero también dieron carácter sagrado a otros lugares: también en Homero se mencionan bosques sagrados, λσος, que se consideran posesión de divinidades como Posidón (Il. II, 506), Apolo (Od. IX, 200) y Palas Atenea (Od. VI, 291) y es posiblemente homérico, y de origen micénico, el término τμενος para designar la tierra de dios, aun cuando en Homero sólo se encuentra relacionado con héroes.

Con el tiempo y en el transcurso de los siglos los griegos construyeron templos como la forma más adecuada de rendir culto a sus dioses, pero nunca fueron concebidos como lugar de reunión de los fieles, sino como morada exclusiva de la divinidad, y se construían en aquellos lugares en los que, de alguna forma, se había percibido su esencia. Es decir, el carácter sagrado se lo confiere al templo el lugar en donde ha sido edificado. Delante de los templos se encontraban los altares para realizar las ofrendas. En general se habla de un βωμς (altar) para los dioses, de una σχρα, un altar más bajo, para el culto ctónico y de un βθρος, un hoyo, en donde se quemaba la ofrenda y donde se vertían los dones a las divinidades.

Para acceder a cualquier recinto sagrado como para intervenir en cualquier acto religioso había una condición indispensable: la purificación ritual.

Quien se acercaba a los dioses para ofrecerles un sacrificio, dirigirles una plegaria o simplemente para visitar un santuario tenía que estar libre de mancha, ritualmente puro (Nilsson, Religiosidad griega, pág. 25)

En efecto, antes de todo gesto piadoso se tomaban precauciones de limpieza. El uso de las abluciones rituales se mantiene a través de toda la época clásica; de ahí la presencia, en la puerta de los santuarios, de una pila de agua lustral puesta a disposición de los visitantes. Entre las manchas, una de las más graves era la debida a la sangre vertida y lo mismo que la sangre, la muerte era causa de impureza. La misma regla se aplicaba a las mujeres que habían de dar a luz. Pues el alumbramiento, a causa de la sangre, conllevaba también impureza.

LA PLEGARIA

La plegaria era el acto religioso elemental por medio del cual se entablaba comunicación y diálogo con la divinidad. Era anterior a toda ofrenda y, en los actos públicos, era pronunciada en voz alta por el oficiante, que actuaba como el intermediario ante el dios representando a todos los fieles y siendo el portavoz de sus peticiones. Sin la plegaria puede decirse que no existe sacrificio u ofrenda:

Victimas caedis sine precatione non videtur referre (Plinio, N.H., XXVIII, 3)

La antigüedad griega no ha conocido la plegaria muda, ni siquiera hecha en voz baja, lo que revela el carácter social de su comportamiento religioso. Es también recuerdo y reflejo de un sentimiento muy primitivo, que atribuye a la palabra una especie de virtud mágica. Además de la invocación, la plegaria conlleva de ordinario la expresión de una petición dirigida al dios del que se reclama la protección y al que, para alcanzar su benevolencia, se le recuerdan a veces los beneficios que ha ya concedido anteriormente, y que lo comprometen, o los gestos piadosos que el solicitante le ha dirigido. La plegaria es pronunciada de pie ante la estatua o el santuario, la mano derecha o las dos manos levantadas, la palma girada hacia el dios. La prosternación no se emplea más que en ciertos cultos funerarios o de divinidades subterráneas, en cuyo caso se golpea la tierra con las manos mientras se ruega. El acto de arrodillarse sólo interviene en ciertos ritos mágicos.

LA OFRENDA solía seguir a la plegaria para expresar de forma tangible el respeto o el reconocimiento que se siente hacia la divinidad.

Además de la ofrenda ocasional, estaban las que el uso prescribía. Es el caso, por ejemplo, de las libaciones, dirigidas a satisfacer a los dioses, según los consejos de Hesíodo, cada mañana y cada noche, derramando en tierra algunas gotas de vino. Se obraba de la misma manera en las comidas antes de beber: el dios recibía, de esta forma, parte privilegiada de la bebida. Otras ofrendas podían responder a tradiciones locales y, en otros casos, eran objetos preciosos los que se ofrecían a la divinidad. Los dones de vestidos eran frecuentes. Es el caso, por ejemplo, del peplo que cada cuatro años recibía la diosa Atenea en la celebración de las Grandes Panateneas, en la que la ciudad entera tomaba parte en la ofrenda. Así era también como se constituían los tesoros sagrados, alimentados por los dones públicos y por los de los particulares: vestidos, armas, vajillas de metales preciosos, joyas, reservas de oro o de plata en lingotes o en monedas, objetos de toda clase que la piedad de los fieles consagra a la divinidad. Se guardaban en los templos o en edificios especiales, generalmente de pequeñas dimensiones, muy semejantes a capillas, con la sola diferencia de que no contenían estatua de culto, y que se llamaban tesoros. Sacerdotes y magistrados tienen la guarda de estas riquezas, de las que son responsables no solamente ante el dios, sino también ante sus conciudadanos, a los que rinden cuentas detalladas al cesar en su cargo. Una cantidad de esas ofrendas son exvotos, consagrados para testimoniar el reconocimiento de los fieles hacia el dios por un servicio recibido. Lo usual era ofrecer a la divinidad el diezmo de todo provecho que sobrepasaba lo normal, caza o pesca, negocio o botín de guerra.

2 comentaris:

Apiciu ha dit...

Me ha parecido una exposición excelente.
Muchas de las cosas que cita, las tienen en vigor algunas religiones hoy en día.
Gracias por compartir
Saludos

Lluïsa ha dit...

Gracias, Apicius, por su comentario. Es verdad, en algunos aspectos la humanidad no ha cambiado tanto.
Saludos