Había dos tipos de funerales: el público y el privado. El primero recibía el nombre de funus publicum (Tacit. Ann. VI .11) o indictivum (por el hecho de ser anunciado por un heraldo; Cic. de Leg. II .24); el segundo, el de funus tacitum (Ovid, Trist. I .3.22), translatitium (Suet. Ner. 33) o plebeium. Este último se daba en el caso de personas con pocos medios económicos, que no podían permitirse el lujo de un cortejo fúnebre, o, incluso, en el caso de aquellos que no podían siquiera pagarse el funeral. En este sentido funcionaron en Roma los Collegia funeraticia integrados por los funcionarios del templo de Libitina encargados de los funerales (libitinarii): de forma periódica, estos funcionarios recibían dinero por parte de los menos favorecidos por Fortuna a cuenta de su futuro entierro. Podía ocurrir que el finado no hubiese dejado dinero para su funeral ni hubiese nombrado un encargado de hacerlo ni hubiese testado, con lo cual no había nombrado sucesor que se hiciese cargo de sus propiedades. En tal caso, el gasto de los funerales era marcado por un árbitro de acuerdo con las propiedades y el rango del fallecido.
En un principio, todos los funerales se llevaban a cabo por la noche (Serv. ad Virg. AEN, XI, 143), y esto se explica por la creencia, ya apuntada en el post anterior, de que la muerte era considerada contaminante para los vivos. Con el tiempo, sólo los pobres (Suet. Dom. 17; Dionys. IV .40) y los niños eran enterrados de noche. Los primeros, ya lo hemos dicho, porque no podían permitirse el lujo de un cortejo fúnebre y público; los segundos porque su muerte, prematura, estaba equiparada a una muerte violenta y tratada como tal: enterrándolos de noche se creía que se evitaba la contaminación del resto de los mortales y la luz emitida por las antorchas, que acompañaban este tipo de entierro, tendría la función de espantar los malos espíritus de los que habían muerto de forma prematura o violenta.
Los cortejos públicos se convirtieron con el tiempo en una forma más de ostentación que, en no pocas ocasiones, provocó rivalidades. El Estado intentó mitigar estas situaciones con la promulgación de leyes que prohibiesen una demostración excesiva de riqueza y las manifestaciones desmesuradas de dolor. Se trata de las Leyes Antisuntuarias.
La inhumación fue desde el principio el rito más utilizado (Plin. H. N. VII .55), aunque también aparece mencionado en las Doce Tablas el rito de la incineración. Con todo y con eso, no parece que la incineración se generalizara hasta finales de la República: Cayo Mario, por ejemplo, fue enterrado, mientras que Sila fue el primero de la gens Cornelia en ser incinerado.
El lugar para la incineración estaba situado obligatoriamente fuera del pomerium. Esto no obedecía sino a una medida de higiene colectiva a la que los romanos dieron una explicación mágica y religiosa: la creencia en la existencia de los espíritus de los difuntos que podían perturbar a los vivos, de manera que era preciso alejarlos de la ciudad. El ritual seguía estos pasos, tal y como nos lo explican los autores de Vida religiosa en la antigua Roma, Xavier Espluga y Mónica Miró i Vinaixa:
Se colocaba al difunto sobre una pira fúnebre engalanada, con la cabeza descansando sobre un cojín. En este momento, se le cortaba un dedo, que se guardaba aparte en recuerdo de los tiempos en que el difunto se inhumaba. Uno de los parientes, con el rostro girado, prendía fuego a la pira e invocaba la ayuda de los vientos para que ardiera con fuerza y rapidez. El sonido de la flauta presidía la ceremonia, mientras los familiares lanzaban flores aromáticas, como jacintos y nardos, que mitigaban el olor emitido por el cadáver, y vertían libaciones de vino. Las últimas brasas se ahogaban también con vino. Entonces se recogían las cenizas en una urna, donde también se colocaba el dedo cortado (os resectum) La urna era después trasladada hasta la sepultura familiar, sobre la cual, en algunas ocasiones, se celebraba un banquete (silicernium) Las sepulturas se hallaban siempre fuera de la ciudad (Cic. De Leg. II, 23), normalmente situadas a ambos lados de los caminos. La urna podía ser depositada directamente en el suelo, marcada con un hito, en un sarcófago, en un mausoleo monumental… El espacio que delimitaba la tumba solía estar consagrado a los dioses Manes para enfatizar su carácter inviolable, tal y como recuerda la fórmula Diis Manibus sacrum, abreviada a menudo con las siglas D.M.S. En los epitafios también suele aparecer la fórmula Sit tibi terra levis, que puede aparecer abreviada como S.T.T.L.
Diversos autores nos hablan de la forma que debía tener la pira y del nombre que recibía según el momento: Servio (ad Virg. AEN. XI .185) define así la pira: Pyra est lignorum congeries; esta misma pira, en cambio, recibe el nombre de rogus cum iam ardere coeperit.
La pira debía tener forma de altar, con cuatro lados, de ahí que reciba el nombre de ara sepulcri (AEN Virg.. VI .177) y ara funeris (Ovidio, Trist. III .13.21). El lugar donde era incinerada una persona recibía el nombre de bustum, si después era enterrado en ese mismo lugar, pero el de ustrina o ustrinum, si era enterrado en un lugar distinto (Festus, sv. Bustum)
La urna, siempre un recipiente nuevo y ad hoc, podía ser de cualquier material, más o menos rica dependiendo del poder adquisitivo de cada persona, cuadrada o redonda, pero normalmente con una inscripción o epitafio (epitaphium o titulus), que empezaba con las siglas ya conocidas D.M.S o M.D. seguidas del nombre del difunto, del tiempo que vivió y del nombre del familiar que dedica la inscripción. Sirva de ejemplo esta inscripción de una urna que se encuentra en el Museo Británico:
D.M.
SERVLLIAE ZOSIMENI
QUAE VIXIT ANN XXVI.
BENE MEREN. FECIT
PROSDECIVS FILIVS
En el caso de la inhumación, el cadáver era trasladado a la sepultura familiar que, como siempre dependiendo del poder adquisitivo de la familia, podía ser desde un mausoleo a una simple sepultura en la tierra (humus). Dado que el lugar de enterramiento podía ser público o privado, los ciudadanos más pobres, sin medios para comprar el terreno para su sepultura, eran enterrados en suelo público, y a costa del erario público, en el Monte Esquilino en pequeños hoyos o cavernas, llamadas puticuli o puticulae (Hor. Sat. I .8.10). También podían ser enterrados en suelo público a cargo del Estado los ciudadanos más ilustres, pero ellos en el Campo de Marte (Cic. Phil. IX.7). Los lugares privados eran los situados a ambos lados de las vías que daban acceso a Roma. En una de ellas, la Via Appia, aún pueden verse las tumbas que, seguro, se extendían a lo largo de varios kilómetros desde las puertas de la ciudad. Las vestales y los emperadores, por su parte, eran los únicos que podían ser enterrados dentro de la ciudad, según Servio (ad Virg. AEN. XI .205), porque no estaban vinculados ni sometidos a las leyes.
Los sepulcros, como ya se ha sugerido más arriba, podían ser de diversa índole y factura: recibían el nombre de sepulchra o monumenta, si sólo contenían las cenizas o los huesos del individuo; conditoria o conditiva era el nombre que recibían las sepulturas bajo tierra que contenían el cuerpo entero. Éstas últimas podían ser de piedra, de lajas, de tejas… Finalmente, había los columbarios: nichos practicados en una pared y donde se solían depositar las cenizas de los libertos o de los esclavos de las grandes familias dentro de vasos de arcilla llamados ollae.
Aquí podéis ver una fotografía de un bustum hallado en Biota, Zaragoza. No pongo la fotografía porque tiene todos los derechos reservados. En fin, sin comentarios…
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