dilluns, 12 de març del 2012

Ártemis Ortia. La διαμαστίγωσις

La indómita y agreste Ártemis griega, cuyo nombre, de origen no griego, aparece en las tablillas micénicas de Pilos como A-ti-mi-te (dativo) y A-ti-mi-to (Genitivo), es descendiente de la Gran Diosa Madre prehelénica, asociada a ella por su relación con los animales salvajes. Una Diosa Madre de la Fecundidad de la naturaleza y de los animales identificada también con la diosa minoica que en las tablillas micénicas aparece con el nombre de Potnia theron, Señora de los animales. En la cultura mediterránea se la representaba como una mujer obesa sentada o erguida y acompañada de animales salvajes. Esta tesis tiene su base en el culto de Ártemis en ciudades de Asia Menor, como Éfeso, y en la isla de Delos. La imagen que se veneraba en Éfeso muestra una diosa con múltiples senos, lo que entronca fácilmente con la Gran Diosa Madre. La heredera de la diosa prehelénica de la Fecundidad, carente de compañero fijo, pudo ser reinterpretada con facilidad como una diosa virgen.










Sus atribuciones clásicas presentan, sin embargo, aspectos contradictorios con lo expuesto: la diosa cazadora, pura ella misma y sus acompañantes, y defensora de la castidad se aviene mal con su antigua atribución de diosa de la Fecundidad. Es por eso que algunos estudiosos han considerado el sincretismo como explicación: una diosa cazadora fundida con una prehelénica Diosa Madre típica de la civilización asiático-egea (J. Chadwick cree que la Potnia fue conectada con el culto de la madre tierra, dominante a partir del Heládico Tardío sobre toda la religión egea, y supone que este culto continuó con una variedad de nombres en el período clásico. M. P. Nilson, por su parte, consideró que el papel de la Potnia en la religión clásica griega fue asumido por Atenea, Gea y Hera. Para otros sus funciones fueron asimiladas por Ártemis o Deméter: en el himno homérico a Afrodita, esta es seguida por las sagradas laderas del monte Ida por lobos, leones, osos y panteras que, bajo su hechizo se unen en sus guaridas; entre las tablillas micénicas de Pilos inscritas en lineal B, John Chadwick identificó una conteniendo la frase a-ta-na-po-ti-ni-ja: Ningún experto en griego podría leer la primera palabra sin dividirla en Athana potnia, Señora Atenea, casi un eco de la forma homérica, potni(a) Athenaie. Chadwick, J. (1976). The Mycenaean world. Cambridge University Press)

Ártemis, como espíritu de la naturaleza, cuida y protege a todos los animales que nacen, incluido el hombre (asiste a las mujeres en el momento del parto, igual que hizo con su madre Leto cuando parió a Apolo y, de la misma forma que cuida a los cachorros, se encarga del cuidado y educación de los niños), pero también los mata. Es el carácter bravío y solitario de la naturaleza, entendida en todo su esplendor. En Homero aparece como una diosa típicamente griega: lanzadora de flechas, caminando por las cumbres del Taigeto o del Erimanto, persiguiendo salvajes jabalíes y ciervos, pero también como potnia theron (Homero, Ilíada XXI.470) Finalmente, además, fue identificada con la Luna.

De todas estas atribuciones de la diosa surgen los numerosos epítetos con los que se la nombra. Y de ellos, nos interesa el de potnia theron que, identificada simplemente como Ὄρθια (o Λυγοδέσμα) en inscripciones de su santuario cerca de Esparta, fue absorbida por Artemisa como Artemisa Ortia. La imagen de culto de su altar era una antigua figura de madera, un xoanon. Como tal fue adorada en las cuatro poblaciones constitutivas de la Esparta original: Limnai, Pitane, Kynosoura y Mesoa. Su culto está probablemente precedido, cronológicamente hablando, por el culto de la divinidad políada de Esparta, Atenea Πολιοῦχος (protectora de la ciudad) o Χαλκίοικος (de la Casa de Bronce)

El culto de Ortia, originalmente perteneciente a una religión preantropomórfica y preolímpica., se dirige a su xoanon, considerado maléfico. Pausanias cuenta que su imagen, originaria de Táuride, fue robada por Orestes e Ifigenia. Volvía locos a los que la encontraban y hacía matarse a los espartanos que le ofrecían sacrificios. Sólo la intervención de un oráculo permitió domesticar la estatua: se derramaba sobre el altar la sangre de sacrificios. El legislador Licurgo los remplazó por la flagelación ritual de los efebos, la διαμαστίγωσις.


El lugar llamado Limneo es el santuario de Ártemis Ortia. La imagen de madera es, según se dice, la que Orestes e Ifigenia robaron en otro tiempo en Táuride… Un día que los de Limnai, de Cinosura, de Mesoa y de Pitane sacrificaban a Ártemis, se pelearon, se llevaron golpes mortales y mancharon de sangre el altar de la diosa. Inmediatamente se desencadenó una peste terrible. Un oráculo consultado ordenó que el altar fuese rociado de sangre humana. La suerte recayó sobre un hombre que fue inmolado; pero Licurgo sustituyó este uso por el de flagelar a los jóvenes, de manera que el altar de Ártemis está con regularidad ensangrentado. La sacerdotisa asiste a la ceremonia sosteniendo la imagen de madera de la diosa. La imagen es plana y ligera; pero si los flageladores obran demasiado suavemente, en virtud de la belleza o de la nobleza de los jóvenes, la imagen se convierte en tan pesada que la sacerdotisa apenas puede sostenerla y denuncia a los flageladores, diciendo que su inercia pesa sobre ella. Así, el gusto por la sangre humana ha quedado unido a esta estatua desde el día en que se le ofrecieron víctimas en tierra táurica. Llaman a esta imagen Lygodésma (es decir, atada de mimbre), o bien Orthia (de pie), porque fue descubierta entre unas matas de mimbre y las ramas entrelazadas a su alrededor la mantuvieron de pie.

Pausanias, III, 16, 10


Artemisa era invocada como Λυγοδέσμα (en el lazo de mimbre), nombre que, como hemos visto, para Pausanias se explica porque se habría encontrado el xoanon en un matorral de mimbre, que mantuvo a la estatuilla orthia, es decir derecha. Su culto comprendía, además de la flagelación, danzas individuales de jóvenes y danzas de coros de chicas. Para los chicos, el premio del concurso era una hoz, lo que hace suponer que se trataba de un rito agrario.


ἦλθον μὲν εἰς Σπάρτην ἀμφότεροι (Θησεὺς καὶ Πειρίθοος) καὶ τὴν κόρην ἐν ἱερῷ Ἀρτέμιδος Ὀρθίας χορεύουσαν ἁρπάσαντες ἔφυγον· τῶν δὲ πεμφθέντων ἐπὶ τὴν δίωξιν οὐ πορρωτέρω Τεγέας ἐπακολουθησάντων, ἐν ἀδείᾳ γενόμενοι καὶ διελθόντες τὴν Πελοπόννησον ἐποιήσαντο συνθήκας, τὸν μὲν λαχόντα κλήρῳ τὴν Ἑλένην ἔχειν γυναῖκα, συμπράττειν δὲ θατέρῳ γάμον ἄλλον. [3] ἐπὶ ταύταις δὲ κληρουμένων ταῖς ὁμολογίαις ἔλαχε Θησεύς· καὶ παραλαβὼν τὴν παρθένον οὔπω γάμων ὥραν ἔχουσαν εἰς Ἀφίδνας ἐκόμισε· καὶ τὴν μητέρα καταστήσας μετ' αὐτῆς Ἀφίδνῳ παρέδωκεν ὄντι φίλῳ, διακελευσάμενος φυλάττειν καὶ λανθάνειν τοὺς ἄλλους. Plut. Thes.31, 2


La presencia de exvotos atestigua la popularidad del culto: máscaras de arcilla representaban a ancianos u hoplitas, así como figurillas de de terracota mostrando a hombres y mujeres tocando la flauta, la lira o los címbalos, o montando a caballo.


Entre los rituales ofrecidos a la diosa, el más cruel y conocido es la singular ceremonia de la διαμαστίγωσις. M. A. Thomsen (Anton Thomsen, Orthia, Copenhague. 1902. Análisis detallado en alemán, publicado por M. S. Wide, Berl. Philol. Wochenschrift, 1903, p. 1230) intenta aportar una nueva visión y una explicación más plausible que aquellas que nos han llegado ya desde la antigüedad:


Plutarco, Licurgo 18, relata:


Con tal diligencia hacían los muchachos estos hurtos, que se cuenta de uno que hurtó un zorrillo y lo ocultó debajo de la ropa, y despedazándole este el vientre con las uñas y con los dientes, aguantó y se dejó morir por no ser descubierto; lo que no se hace increíble aun respecto de los jóvenes de ahora (circa 120 aC.), a muchos de los cuales hemos visto desfallecer aguantando los azotes sobre el ara de Ártemis Ortia.

En Instituciones de los Lacedemonios, 40:


Los jóvenes espartanos son flagelados durante todo un día sobre el altar de Ártemis Ortia y con frecuencia persisten hasta la muerte con un aire de alegría y de arrogancia, rivalizando a ver quién soportará los golpes más pacientemente y durante más tiempo. El vencedor es rodeado de una estima particular. Este concurso se llama la flagelación y se celebra cada año.

En Luciano, Anacarsis, 38, leemos:

O cuando, en especial, veas a los jóvenes flagelados cerca del ara manar sangre, y a los padres y madres presentes no compadecerlos, sino gritarles si no aguantan los golpes y animarlos a aguantar el tormento tanto como puedan y resistir el dolor. Muchos han muerto en esta prueba porque no querían, si no en el último aliento, mostrar flaqueza a los ojos de sus padres ni ceder al dolor del cuerpo: de estos, verás sus estatuas erigidas por Esparta y públicamente honradas. Cuando veas, pues, estas cosas no vayas a creer que están locos ni digas que se martirizan sin necesidad, sin un tirano que los obligue, sin un enemigo que lo ordene. Porque sobre esto Licurgo, su legislador, te diría muchas y buenas razones, y con qué objetivo los golpea, no por enemistad, ni por odio, ni por destruir inútilmente la juventud de la ciudad, sino porque él cree que así serán más fuertes y despreciarán cualquier tormento aquellos que deben defender la patria. Y aún cuando no lo dijera Licurgo, comprendes por ti mismo que, si alguno de ellos es hecho prisionero en la guerra, nunca revelará el secreto de esparta por muchos tormentos que el enemigo le haga pasar, sino que, riéndose, desafiará a quien lo flagela a probar quién se cansa antes.

En el diálogo de Luciano, Anacarsis no se deja convencer por Solón y encuentra ridículo ser flagelado desnudo sin que eso sea útil a nadie.

Anacarsis: No por eso, sino porque parece que sepas lo que es ser flagelado desnudo, con los brazos levantados, sin ninguna utilidad privada o pública. Por lo que, si alguna vez voy a Esparta en tiempos de esta ceremonia, seguramente me lapidarán, porque no podré aguantar la risa viéndolos fustigarse como ladrones o algo parecido. Me parece que de verdad necesitarían una buena dosis de eléboro estos espartanos que se maltratan entre ellos de esa manera.

Es Luciano, de forma intuitiva y por medio de Anacarsis, el que pone en entredicho la explicación utilitaria de este uso, aunque no sabe reconocer que debajo sobrevive una vieja superstición y no un simple capricho de perturbados.

Se ha intentado explicar la flagelación espartana como una atenuación de los sacrificios humanos que estaban prescritos en el culto a Ártemis entre los escitas de la Táuride:


Los lacedemonios, dice Apolonio de Tiana en la obra de Filóstrato, han modificado ingeniosamente el carácter implacable de este sacrificio; lo han reemplazado por una prueba de coraje, en la que nadie resulta muerto, pero en la que el altar de la diosa no está menos rociado de sangre. (Filóstrato, Vit. Apoll., VI, 20, 2.)


Según dice, los jóvenes no sucumbían al látigo; Plutarco y Luciano, pues, han exagerado mucho, o han generalizado, un accidente aislado.


Pausanias (III, 16, l0), como Filóstrato, identifica esta Ártemis Ortia de Esparta con la Ártemis sanguinaria de los escitas, tal y como hemos leído en el texto anteriormente citado.


En otro pasaje (VIII, 23, I), Pausanias cuenta que hay en Alea, en el Peloponeso, un santuario de Dioniso, en el que, en una fiesta que se celebra cada dos años, las mujeres son flageladas, como los efebos espartanos ante la estatua de Ortia. Este rito se practica para obedecer a un oráculo.


En los textos que hemos citado, hay dos cosas: la constatación de un uso, que es un hecho histórico, y la hipótesis del origen escita del culto, en el que la flagelación ha sustituido al sacrificio humano. La hipótesis no tiene base alguna, primero porque no hay trazas serias de la influencia de los cultos escitas en Grecia, después, y sobre todo, porque la sustitución, así practicada, sería absurda. En lugar de la víctima humana, se hubiera podido flagelar a uno o dos niños hasta llegar a hacerlos sangrar, escogidos, incluso, entre los que hubieran cometido faltas graves; no era necesario llegar a extremos tan duros.



Los estudiosos se dividen entre dos opiniones: los que siguen la explicación de Pausanias y Filóstrato, admitiendo la flagelación como sustituto de la inmolación; y los mucho más numerosos que opinan que Luciano pone en boca de Solón, en relación a la virtud de los lacedemonios, la alta estima en que tenían la fortaleza física y el valor y el esmero que ponían en mantener la tradición.


Relacionado con la flagelación ritual, hay un estudio de Mannhardt (Mythol. Forschungen (1884), p. 72 y sig) sobre las Lupercalia que pone de manifiesto algunos elementos comunes entre ambos rituales:

- los jóvenes espartanos son azotados con varillas de mimbre y la diosa que preside la ceremonia es, ella misma, la diosa del mimbre (Lygodesma, del griego lygos, mimbre)

- con tiras de cuero de macho cabrío los lupercos golpeaban a las mujeres romanas y la diosa que preside la ceremonia, dea Luperca, participa a la vez de dos naturalezas: la de loba y la de cabra (lupus, hircus)

Por tanto, el objeto de la flagelación es el de hacer pasar al cuerpo del que la sufre la fuerza y la vitalidad, según el caso, del árbol o del animal, que, probablemente, sería un antiguo tótem. Visto así, parece que la ceremonia no es otra cosa que una vieja forma de comunión con la divinidad bajo el prisma de la superstición, que, como es bien sabido, conoce otras formas de absorber y de asimilar la energía de un árbol, de un animal, de la misma tierra… _ por ejemplo, pasando por la cavidad de un roble, vistiendo la piel de un lobo o un perro, tendiéndose sobre la tierra (como los de Selles en el Epiro en tiempos de Homero, que se acostaban sobre la tierra y no se lavaban nunca los pies. Esto forma parte de la superstición de todas las épocas. En el siglo XVII, la duquesa de Alba, alarmada por el estado de salud de su hijo, hizo pedir a los monjes de Madrid algunas reliquias. Obtuvo un dedo de san Isidoro, lo hizo machacar y se lo hizo tomar a su hijo, una parte en poción, otra parte en clistel. (Louville, Mémoires, t. II, p. 107) Así, el rito espartano no sería una prueba de dureza ni la sustitución de un sacrificio humano, sino un rito de comunión, un sacramento que remontaría a una época infinitamente lejana en que florecería el totemismo vegetal.


Los usos persisten y es el progreso intelectual y religioso el que periódicamente los modera. En la época de Heródoto, o incluso anterior, los espartanos creían, seguramente de buena fe, que flagelaban a sus niños para inspirar en ellos el desprecio al sufrimiento y endurecerlos ante el dolor. Pero, precisamente porque creían esto, no puede ser esta la explicación real y primitiva sin lo cual la evolución de las ideas, en contraste con el estancamiento de los ritos, sería una expresión vana. Incluso hoy en día, podemos constatar un cambio parecido respecto a la primera comunión de los niños. El hecho mismo de la comunión, de la deglución de la hostia consagrada, está solo en la superficie, el fondo es otro, según la observación de M. Samuel Wide: el paso de la infancia a la adolescencia, la llamada de la responsabilidad, que las exhortaciones del sacerdote vuelven más sensibles. Se podrían citar otros ejemplos sacados de los ritos funerarios y matrimoniales.

La idea de que la flagelación endurece o santifica parece que surgió en la Edad Media, con concepciones tan primitivas y salvajes que la aristocracia greco-romana habría tenido el error de creer muertas y olvidadas. No se trata de la flagelación considerada como un castigo disciplinar, ordenada por san Cesáreo en 508 contra las religiosas, sino de la flagelación voluntaria, cuyos ejemplos se multiplican desde el siglo XI. El teólogo galicano Bergier escribió: Quien más célebre se ha hecho por las flagelaciones voluntarias es santo Domingo el encorazado, así llamado por una cota de malla que llevaba siempre y que no se quitaba si no para flagelarse. Su piel se ha hecho parecida a la de un negro; no solo quería expiar así sus propios pecados, sino borrar los de los otros. Se creía entonces que veinte salterios recitados, mientras se aplicaba la disciplina, pagaban cien años de penitencia. Esta opinión estaba bastante mal fundada y ha contribuido a la relajación de las costumbres.


Los flagelantes creían sin duda que la flagelación constituía una expiación; pero también es una idea secundaria que recubre mal un fondo más antiguo y más bárbaro. Los reyes, los papas y la inquisición de finales de la Edad Media persiguieron encarnizadamente a los flagelantes porque adivinaban un fondo de herejía en sus prácticas. En otra cita, Bergier dice: Hacia el año 1348, cuando la peste negra y otras calamidades habían desolado Europa entera, el furor de las flagelaciones resurgió en Alemania. Los que se dejaron llevar se agrupaban, dejaban sus casas, recorrían pueblos y ciudades, exhortaban a todo el mundo a flagelarse y daban ejemplo. Enseñaban que la flagelación tenía el mismo valor que el bautismo y los demás sacramentos; que, por medio de ella, podían obtener la remisión de sus pecados, sin la ayuda de los méritos de Jesucristo; que la ley que él había dado debía ser pronto abolida y dar paso a una nueva, que ordenaba el bautismo de sangre, sin el cual ningún creyente podría salvarse… Clemente VII condena esta secta; los inquisidores entregan al suplicio a algunos de estos fanáticos; los príncipes de Alemania se unen a los obispos para exterminarlos; el rey Felipe de Valois impide que entren en Francia. (Dictionnaire de théologie, éd. de 1789, t. Ill, p. 448. –en Madrid, en el siglo XVII, se veía a los flagelantes añadir a sus disciplinas (látigos) cintas regaladas por sus señoras. Estas damas los veían, desde sus ventanas, castigar su carne en plena calle y los alentaban a despellejarse vivos: Cuando se encuentran con una mujer hermosa, se golpean de tal forma que la sangre la rocía; es este un gran honor y la dama, reconocida, lo agradece. (Mme d’Aulnoy, Lettres d’Espagne, t. I. p. 304.) Nos encontramos ante una modificación galante del uso espartano, adornada con la idea española del pundonor; pero el hecho de las cintas atadas al látigo y el de las damas buscando ser salpicadas de sangre tienen un carácter a todas luces arcaico y salvaje, ciertamente anterior al cristianismo


Anacarsis, según dice Luciano, se contenta con prescribir a los espartanos algunos granos de eléboro, para curarlos de su locura flagelante; la iglesia de la Edad Media erige patíbulos y enciende hogueras. Sin embargo, la Iglesia conserva celosamente lo que, en el cristianismo de los Padres de la Iglesia, al pensamiento libre le parece una supervivencia, más o menos atenuada, de viejas ideas místicas y salvajes.